Para que el romance y el matrimonio sean como los de Cristo, hace falta algo más de lo que cualquiera de nosotros tiene. Requiere algo más, una dádiva divina.
Tenemos la intención de modificar la traducción cuando sea necesario. Si tiene alguna sugerencia, escríbanos a speeches.spa@byu.edu
Me complace estar con ustedes el día después de San Valentín y el día antes del cumpleaños de la hermana Holland. ¡Adivinen qué tengo en mente! ¡Adivinen de qué voy a hablar! Sí, hablaré del amor, porque Shakespeare me obligó a hacerlo. Como ven, es quince de febrero. Si fuera el quince de marzo, serían los idus de marzo. Y todo el mundo recuerda lo que Bruto le hizo a Julio César en los idus de marzo, y a Marco Antonio le correspondió vengarse de Bruto en el gran discurso fúnebre, el mismo Marco Antonio que Cleopatra dejó entre la espada y la pared. Olviden que los idus de febrero ya pasaron. Ciertamente no dejaré que eso me impida hablar del amor, el romance y el matrimonio, un tema absolutamente ajeno a los intereses de quienes se encuentran en el campus de BYU y que apenas se ha mencionado aquí en todo este mes. Concedanme el gusto. Finjan que les interesa, aunque sólo sea porque la hermana Holland es mi Valentín y mañana es su cumpleaños.
Saben, conquistar a la Hermana Holland no fue fácil. Me esforcé, me esforcé e hice todo hasta que finalmente tuve el valor de pedir su mano. En un ambiente romántico le dije tan mansa y humildemente como pude: “Pat, ¿quieres casarte conmigo?”.
A lo que ella respondió: “Oh, mi queridísimo, mi amadísimo, sí. Sí, sí, sí. ¿Cuándo fijamos la fecha? Tenemos que reservar el templo. Sé exactamente qué colores quiero para las damas de honor. ¿Deberíamos tener la recepción adentro o afuera? Y alguien debe atender al libro de invitados. Y ya tengo en mente el pastel que queremos…”.
Luego se detuvo y dijo: “Oh, cariño, estás tan conmovido que te has quedado sin palabras. Y yo aquí no he hecho más que hablar y hablar. ¿No te gustaría decir algo en esta gran noche?”.
A lo que respondí: “Creo que ya he dicho lo suficiente”.
Ella rebate esa historia recordándome que cuando llegué para nuestra primera cita, su hermano pequeño le gritó: “¡Oye, bella durmiente, tu sombra encantadora está aquí!”.
En realidad, ninguna de esas historias es verdadera, pero ¿quién sabe? Tal vez puedan utilizarlas algún día cuando tengan que discursar en BYU sobre el amor y el matrimonio.
Permítanme ahora hablar en serio. Lo que he aprendido del amor romántico y la belleza del matrimonio lo he aprendido de la hermana Holland. Me siento honrado de ser su marido y me alegro por ustedes de que ella esté de nuevo en este campus hoy, aunque sólo sea durante una o dos horas. Como dije una vez de ella, parafraseando lo que el Adán de Mark Twain dijo de su Eva: “Dondequiera que ella estaba, estaba el Paraíso” (véase “El diario de Adán y Eva”).
Deseo hablarles esta mañana acerca del amor como el de Cristo y lo que creo que puede y debería significar en relación a las amistades, el noviazgo, el cortejo y, a la larga, el matrimonio.
Abordaré el tema con el pleno entendimiento de que es cierto lo que apenas hace un mes me dijo una recién casada: “Sin duda, ¡hay muchos consejos por ahí!”. No es mi deseo el agregar sin razón más palabrería a esta abundante cantidad de consejos sobre el romance, pero creo que con la única excepción de ser miembros de la Iglesia, no existe afiliación más importante que la de “ser miembro de un matrimonio”, ni en esta tierra ni en la eternidad, y para los fieles, lo que no llega en esta vida llegará en la eternidad. Por lo cual, tal vez me perdonen ustedes el que, efectivamente, les dé más consejos. Pero los consejos que deseo darles provienen de las escrituras, del evangelio, siendo estos consejos tan esenciales para la vida como para el amor, tan válidos para los hombres como para las mujeres. Nada tienen que ver con lo que está de moda, las opiniones populares o los truquitos amorosos, sino que tienen que ver sólo con la verdad.
Así que permítanme colocar sus amistades, sus noviazgos y eventualmente sus matrimonios a la luz de las escrituras y también comunicarles lo que es el amor verdadero.
Después de un largo y maravilloso discurso de Mormón sobre el tema de la caridad, el séptimo capítulo de Moroni nos dice que la más elevada de las virtudes cristianas se denomina con mayor precisión como “el amor puro de Cristo”.
… y permanece para siempre; y a quien la posea en el postrer día, le irá bien.
Por consiguiente… pedid al Padre con toda la energía de vuestros corazones, que seáis llenos de este amor que él ha otorgado a todos los que son discípulos verdaderos de su Hijo Jesucristo; para que lleguéis a ser hijos [e hijas] de Dios; para que cuando él aparezca, seamos semejantes a él, porque lo veremos tal como es… para que seamos purificados así como él es puro. [Moroni 7:47–48]
La verdadera caridad, el amor absolutamente puro y perfecto de Cristo, sólo se ha exhibido una vez en la historia del mundo: por medio de Cristo mismo, el Hijo viviente del Dios viviente. Mormón describe ese amor de Cristo con bastante detalle, así como lo hizo el apóstol Pablo algunos años antes al escribir su epístola a los corintios en la época del Nuevo Testamento. Así como en todo, Cristo es el único que lo hizo correctamente, lo realizó perfectamente, amó de la manera en que todos debemos esforzarnos por amar. Aunque nos quedemos cortos, esa norma divina está ahí para nosotros. Es una meta a la que debemos aspirar, por la que debemos esforzarnos, y, desde luego, una meta que debemos valorar.
Y mientras hablamos de esto, permítanme recordarles, como enseñó explícitamente Mormón, que este amor, esta habilidad, capacidad y reciprocidad que tanto deseamos, es un don. Es “otorgado”, eso es lo que dijo Mormón. No llega sin esfuerzo y no llega sin paciencia, pero, como la salvación misma, después de todo es un don, dado por Dios a los “discípulos verdaderos de su Hijo Jesucristo”. Las soluciones a los problemas de la vida siempre provienen del Evangelio. No sólo las respuestas se encuentran en Cristo, sino también el poder, el don, el otorgamiento, el milagro de dar y recibir esas respuestas. En este asunto del amor, ninguna doctrina podría sernos más alentadora que ésa.
El título de mi discurso proviene del maravilloso soneto “¿Cómo te amo?” de Elizabeth Browning (Elizabeth Barrett Browning, Sonnets from the Portuguese, 1850, núm. 43). En esta ocasión no voy a entrar en detalles, pero me llama la atención el adverbio que escogió la poetisa; no escogió cuándo te amo, ni dónde te amo, ni por qué te amo, ni por qué no me amas, sino cómo. ¿Cómo te lo demuestro? ¿Cómo te revelo el verdadero amor que siento por ti? La Sra. Browning tenía razón: el amor verdadero se evidencia mejor en el “cómo”, y es precisamente con el “cómo” que Mormón y Pablo nos sirven de más ayuda.
El primer elemento del amor divino, del amor puro, que estos dos profetas enseñan es la benignidad, la abnegación, la falta de interés por sí mismo, de vanidad y de egocentrismo que consume. “Y la caridad es sufrida y es benigna, y no tiene envidia, ni se envanece, no busca lo suyo…” (Moroni 7:45). He escuchado al presidente Hinckley enseñar en público y en privado lo que supongo que han enseñado todos los líderes: la mayoría de los problemas en el amor y en el matrimonio en realidad comienzan con el egoísmo. Al esbozar el amor ideal en el que Cristo, el hombre más altruista que jamás haya existido, es el gran ejemplo, no es de extrañar que este comentario de las escrituras comience aquí.
Hay muchas cualidades que deben buscar en un amigo o en una relación seria; por no hablar de un cónyuge y compañero eterno, pero sin duda una de las primeras y más básicas es la atención y la sensibilidad hacia los demás, un mínimo de egocentrismo que permita que la compasión y la cortesía puedan manifestarse. Sr. William Wordsworth escribió: “La mejor parte en la vida del hombre es su… bondad” (Lines Composed a Few Miles Above Tintern Abbey, 1798, versos 33–35). Todos tenemos muchas limitaciones que esperamos que nuestros “amores” pasen por alto. Supongo que nadie es tan guapo o tan bello como desearía, o tan brillante en la educación o tan ingenioso al hablar o tan rico como nos gustaría, pero en un mundo de talentos y destinos variados que no siempre podemos controlar, creo que eso hace aún más atractivas las cualidades que podemos controlar, como la consideración, la paciencia, las palabras amables y el verdadero placer por los logros de los demás. Estas cualidades no nos cuestan nada y pueden suponerlo todo para quien las recibe.
Me gusta la frase de Mormón y Pablo que dice que el que ama de verdad no “se envanece”. ¡No se envanece! Fantástica la idea, ¿verdad? ¿Alguna vez han conocido a alguien que es tan presumido y engreído que se siente la última bebida en el desierto? Fred Allen dijo una vez que él observó a tal persona paseándose en el día de los enamorados tomando su propia mano. El verdadero amor florece cuando nos preocupa más el bienestar de otra persona que el de nosotros mismos. Esa clase de amor se ve en el gran ejemplo de la expiación de Cristo, y debería verse más en la bondad que mostramos, el respeto que damos, la abnegación y la cortesía que evidenciamos en nuestras relaciones.
El amor es frágil, y existen elementos en la vida que procuran quebrarlo. Mucho daño puede ocurrir si no estamos en manos tiernas, manos cuidadosas. El entregarnos totalmente a otra persona, como lo hacemos en el matrimonio, es el paso que más confianza requiere en cualquier relación. Es un verdadero acto de fe, una fe que todos debemos estar dispuestos a ejercer. Si lo hacemos bien, acabaremos compartiéndolo todo -todas nuestras esperanzas, todos nuestros miedos, todos nuestros sueños, todas nuestras debilidades y todas nuestras alegrías- con otra persona.
Ningúna relación seria, ningún compromiso o matrimonio valdrá la pena si no invertimos todo lo que tenemos, y al hacerlo depositamos toda nuestra confianza en la persona que amamos. No pueden tener éxito en el amor si mantienen un pie fuera en el borde por seguridad. La propia naturaleza de la hazaña exige que se sujeten el uno al otro con tanta fuerza como puedan y se tiren juntos a la piscina. Con ese espíritu, y con el espíritu de súplica de Mormón a favor del amor puro, quiero recalcar la vulnerabilidad y la delicadeza del futuro de su pareja cuando se pone en sus manos para que lo resguarden: hombres y mujeres, funciona en ambos sentidos.
La hermana Holland y yo llevamos casi 37 años casados, apenas media docena de años menos que el doble de tiempo que hemos vivido el uno sin el otro. Puede que no lo sepa todo de ella, pero sí conozco 37 años, y ella sabe lo mismo de mí. Conozco sus gustos y aversiones, y ella conoce los míos. Conozco sus preferencias e intereses, sus sueños y esperanzas, y ella conoce los míos. A medida que nuestro amor ha crecido y nuestra relación ha madurado, hemos sido cada vez más sinceros el uno con el otro sobre todo esto.
Como resultado, ahora sé con mucha más claridad cómo ayudarla y, si me lo permito, sé exactamente qué le hará daño. En la honestidad de nuestro amor —un amor que no puede ser verdaderamente como el de Cristo si no hay devoción total—, no cabe duda que Dios me tendrá por responsable de cualquier daño que yo le cause a ella si intencionalmente la exploto o hiero después de que ella ha depositado tanta confianza en mí, habiéndose despojado hace mucho tiempo de cualquier tipo de barrera de protección, a fin de que podamos ser, como dice la escritura, “una carne” (Génesis 2:24). Perjudicarla o entorpecerla de cualquier manera para mí ganancia o vanidad o dominio emocional sobre ella debería descalificarme en el acto para ser su esposo. De hecho, debería condenar mi miserable alma al encarcelamiento eterno en ese edificio grande y espacioso que Lehi dice que es la prisión de los que viven de “vanas ilusiones” y del “orgullo del mundo” (1 Nefi 11:36, 12:18). ¡Con razón el edificio está ubicado al lado contrario al del árbol de la vida que representa el amor de Dios! Cristo jamás fue envidioso ni jactancioso, ni se vio consumido en la satisfacción de sus propias necesidades. En ningún momento, jamás buscó su propio provecho a expensas de los demás; Él se deleitó en la felicidad de los demás, en la felicidad que Él podía brindarles. Él siempre fue bondadoso.
Si fuera por mí, en el cortejo, no les permitiría pasar ni cinco minutos con alguien que los desprecie, que los critique constantemente, que les sea cruel y tenga la audacia de llamarlo humor. La vida ya es bastante dura como para que la persona que se supone que los ama sea la principal amenaza para su autoestima, su sentido de la dignidad, su confianza y su alegría. Bajo el cuidado de esta persona, merecen sentirse físicamente seguros y emocionalmente protegidos.
Los miembros de la Primera Presidencia han enseñado que “cualquier maltrato a cualquier mujer no es digno de ningún poseedor del sacerdocio” y que “[ay de] cualquier hombre poseedor del sacerdocio de Dios que de cualquier forma maltrate a su esposa, que degrade, o hiera, o se aproveche indebidamente de … mujer” alguna, lo cual incluye a amigas, muchachas con las que salgan, novias, prometidas y, claro, la esposa (James E. Faust, “El más elevado lugar de honor”, Liahona, julio de 1988, pág. 39, y Gordon B. Hinckley, “El bien frente al mal”, Liahona, enero de 1982, pág. 145).
Si sólo van a comer pizza o a jugar un partido de tenis, vayan con alguien que les garantice diversión sana y agradable. Pero si van en serio, o piensan ir en serio, por favor, encuentren a alguien que saque lo mejor de ustedes y que no sienta envidia de su éxito. Encuentren a alguien que sufra cuando ustedes sufren y que encuentre su felicidad en la de ustedes.
El segundo segmento de este mensaje de las escrituras sobre el amor en Moroni 7:45 dice que la verdadera caridad -el verdadero amor- “no se irrita fácilmente, no piensa el mal, no se regocija en la iniquidad”. Piensen cuántas discusiones podrían evitarse, cuántos sentimientos dolorosos podrían eludirse, cuántos desaires y silencios podrían acabarse y, en el peor de los casos, cuántas rupturas y divorcios podrían evitarse si no nos irritáramos tan fácilmente, si no pensáramos mal los unos de los otros y si no solo nos abstenemos de regocijarnos en la iniquidad, sino que tampoco nos regocijamos ni siquiera de los pequeños errores.
Las rabietas no son bonitas ni siquiera en los niños; son desdeñables en los adultos, especialmente en los adultos que se supone que se aman. Nos irritamos con demasiada facilidad; somos demasiado propensos a pensar que nuestra pareja querría hacernos daño, querría hacernos mal, por así decirlo; y en respuesta defensiva o celosa nos alegramos con demasiada frecuencia cuando le vemos cometer un error y le encontramos una falta. Mostremos un poco de disciplina en esto. Actúen con un poco más de madurez. Muérdanse la lengua si es necesario. “Mejor es el que tarda en airarse que el poderoso, y el que se enseñorea de su espíritu que el que toma una ciudad”(Proverbios 16:32). Una de las diferencias entre un matrimonio tolerable y uno excelente puede ser la voluntad de este último de permitir que algunas cosas sucedan sin responder o hacer comentario alguno.
Antes he mencionado a Shakespeare. En un mensaje sobre el amor y el romanticismo cabría esperar una referencia a Romeo y Julieta. Pero permítanme referirme a una historia mucho menos virtuosa. En Romeo y Julieta, el desenlace fue el resultado de la inocencia descarriada, una especie de error triste y desgarrador entre dos familias que deberían ser más conscientes de lo que hacían. Pero en la historia de Otelo y Desdémona, el dolor y la destrucción están calculados y son maliciosamente motivados desde el principio. De todos los villanos de la obra de Shakespeare, y quizá de toda la literatura, no hay nadie a quien deteste tanto como a Yago. Incluso su nombre me suena malvado, o al menos así ha llegado a ser. ¿Y cuál es su maldad, y la trágica y casi inexcusable susceptibilidad de Otelo a la misma? Es la desobediencia a Moroni 7 y a 1 Corintios 13. Entre otras cosas, buscaron el mal donde no existía, abrazaron la iniquidad imaginaria. Los villanos aquí no se regocijaban “en la verdad”. Refiriéndose a la inocente Desdémona, Yago dijo lo siguiente: “Así la enviscaré en su propia virtud y extraeré de su propia generosidad la red que [capture] a todos en la trampa” (William Shakespeare, Otelo, el moro, acto segundo, escena tercera, versos 366–368). Sembrando la duda y las insinuaciones endiabladas, fomentando los celos y el engaño y finalmente la ira asesina, Yago logra hacer que Otelo le quite la vida a Desdémona, convirtiendo a la virtud en visco, a la bondad en una red mortal.
Ahora, gracias a Dios, aquí en este “Rincón de Alegría” esta mañana no estamos hablando de infidelidad, real o imaginaria, o de asesinato; pero en un espíritu de educación universitaria, aprendamos las lecciones que se están enseñando. Piensen lo mejor los unos de los otros, especialmente de aquellos a quienes dicen amar. Asuman lo bueno y duden de lo malo. Nutran en sí mismos lo que Abraham Lincoln llamaba “los mejores ángeles de nuestra naturaleza” (Primer discurso inaugural, 4 de marzo de 1861). Otelo podría haberse salvado incluso en el último momento, cuando besó a Desdémona y fue tan evidente su pureza. “¡[Oh, beso,] que tienta a la justicia para que rompa su espada!” declaró Otelo (acto quinto, escena segunda, versos 16–17). Bueno, él habría evitado su muerte y luego su propio suicidio si hubiera roto lo que consideraba la espada de la justicia en ese mismo momento en lugar de, en sentido figurado, blandirla contra ella. Esta trágica y triste historia Isabelina hubiera podido tener un final hermoso y feliz si un solo hombre, que luego influenció a otro, no hubiera pensado el mal, no se hubiera regocijado en la iniquidad, sino que se hubiera regocijado en la verdad.
En tercer y último lugar, los profetas nos dicen que el amor verdadero “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios 13:7). Una vez más, se trata en el fondo de una descripción del amor de Cristo: Él es el gran ejemplo de alguien que soportó, creyó, esperó y aguantó. Se nos invita a hacer lo mismo en nuestro noviazgo y en nuestro matrimonio de la mejor manera posible. Aguanten y sean fuertes. Tengan esperanza y sean optimistas. Hay cosas en la vida sobre las que tenemos poco o ningún control. Tenemos que sobrellevarlas. Hay decepciones que debemos vivir en el amor y en el matrimonio. Son cosas que nadie desea en la vida, pero a veces llegan. Y cuando llegan, tenemos que aguantarlas; tenemos que creer; tenemos que confiar que se acabarán esas penas y dificultades; tenemos que permanecer hasta que al final las cosas salgan bien.
Uno de los grandes propósitos del verdadero amor es ayudarse mutuamente en esos momentos. Nadie debería tener que pasar por tales pruebas solo. Podemos soportar casi cualquier cosa si tenemos a nuestro lado a alguien que nos ama de verdad, que alivia las cargas y aligera el peso. En este sentido, un amigo de nuestra facultad de la BYU, el profesor Brent Barlow, me habló hace algunos años de la marca de Plimsoll.
En su juventud, en Inglaterra, a Samuel Plimsoll le fascinaba ver cómo los barcos cargaban y descargaban sus mercancías. Pronto observó que, independientemente del espacio de carga disponible, cada barco tenía su capacidad máxima. Si un barco superaba su límite, probablemente se hundiría en el mar. En 1868, Plimsoll entró en el Parlamento y aprobó una ley de la marina mercante que, entre otras cosas, obligaba a calcular cuánto podía transportar un barco. Como resultado, se trazaron líneas en el casco de cada barco en Inglaterra. A medida que se cargaba, el barco se hundía cada vez más en el agua. Cuando el nivel del agua en el costado del barco alcanzaba la marca Plimsoll, se consideraba que el barco estaba cargado al máximo de su capacidad, independientemente del espacio que quedara. Como resultado, se redujeron considerablemente las muertes de los ingleses en el mar.
Al igual que los barcos, las personas tienen capacidades diferentes en momentos distintos e incluso en días distintos de su vida. En nuestras relaciones, debemos establecer nuestras propias marcas de Plimsoll e identificarlas en la vida de nuestros seres queridos. Juntos debemos vigilar los niveles de carga y ayudar a soltar o al menos reajustar parte de la carga si vemos que la persona que amamos se hunde. Entonces, cuando el barco del amor se estabilice, podremos evaluar a largo plazo lo que debe continuar, lo que debe dejarse para otro momento y lo que debe desecharse definitivamente. Los amigos, los novios y los cónyuges deben ser capaces de monitorear el estrés del otro y reconocer las diferentes mareas y estaciones de la vida. Nos debemos el uno al otro declarar algunos límites y luego ayudar a desechar algunas cosas si la salud emocional y la fortaleza de las relaciones amorosas están en peligro. Recuerden que el amor puro “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” y ayuda a sus seres queridos a hacer lo mismo.
Permítanme concluir. En los testimonios finales de Mormón y Pablo, declaran que “la caridad [o el amor puro] nunca deja de ser” (Moroni 7:46, 1 Corintios 13:8). Está ahí en las buenas y en las malas. Perdura en el sol y en la sombra, en la tristeza más oscura y en la luz. Nunca deja de ser. Así nos amó Cristo, y así esperaba que nos amáramos los unos a los otros. En un último mandato a todos sus discípulos de todos los tiempos, Él dijo: “Un nuevo mandamiento os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado” (Juan 13:34; cursiva agregada). Naturalmente, para que el romance y el matrimonio experimenten el poder unificador de Cristo, hace falta algo más de lo que cualquiera de nosotros tiene. Requiere algo más, una dádiva divina. Recuerden la promesa de Mormón: que ese amor —el amor que cada uno de nosotros anhela y al que se aferra— es “otorgado” a los “verdaderos discípulos de Jesucristo”. ¿Quieren la capacidad, la seguridad y la protección en el noviazgo y el romance, en la vida matrimonial y en la eternidad? Sean verdaderos discípulos de Jesús. Sean auténticos, comprometidos, Santos de los Últimos Días de palabra y hecho. Crean que su fe tiene absolutamente todo que ver con su romance, porque así es. Separen las citas del discipulado a su propio riesgo. O, dicho de manera más positiva, Jesucristo, la Luz del Mundo, es la única luz por la que pueden ver con éxito el camino del amor y la felicidad para usted y para la persona que aman. ¿Cómo te debo amar? Como Él lo hace, porque ese camino “nunca deja de ser”. Así testifico y expreso mi amor por ustedes y por Él, en el sagrado nombre del Señor Jesucristo, amén.
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Jeffrey R. Holland era miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días cuando se pronunció este devocional en la Universidad Brigham Young el 15 de febrero de 2000.