Amar a nuestro prójimo
Directora adjunta y profesora de Derecho en la Facultad de Derecho de BYU
18 de septiembre de 2018
Directora adjunta y profesora de Derecho en la Facultad de Derecho de BYU
18 de septiembre de 2018
Amar a nuestro prójimo requiere acercarse a nuestro prójimo y dar de nosotros mismos. El término «love of neighbor» se traduce al español como amor al prójimo, o «amor por aquel que está cerca».
Tenemos la intención de modificar la traducción cuando sea necesario. Si tiene alguna sugerencia, escríbanos a speeches.spa@byu.edu
En la década de 1970, mi padre llegó al campus de BYU para comenzar sus estudios. Él no era el estudiante promedio de BYU, especialmente durante ese período de tiempo. Mi padre había venido a BYU desde Venezuela, un país del que muchos alumnos de BYU ni siquiera habían oído hablar en ese momento. Prácticamente no hablaba inglés y era católico.
Por la forma en la que a mi padre le gusta contar la historia, abordó un avión a los Estados Unidos, entusiasmado por aventurarse fuera de su conservadora educación católica y esperaba la experiencia secular de la universidad estadounidense que había visto en películas de Hollywood. Imagínense su sorpresa cuando descubrió que sus padres, mi abuela y mi abuelo, habían hecho arreglos para que él asistiera a BYU a fin de que un grupo de personas que él conocía solo como “los mormones” pudieran estar pendientes de él mientras estaba lejos de casa.
Mi papá se encontró en un lugar extraño rodeado de personas que eran muy diferentes a él. En ese momento, las vistas y los olores de su hogar tropical del Caribe; árboles de mango, guacamayos, café y el océano, reemplazados por los de BYU. Le impactaron los canteros de flores del campus, los cuales cambiaban con las estaciones; las calles vacías y los almacenes cerrados todos los domingos; y la nieve. Pero los alumnos y el profesorado de BYU le dieron la bienvenida a la comunidad con los brazos abiertos. Los profesores invitaron a mi padre a compartir su perspectiva y experiencias en clase; compañeros de cuarto y amigos lo llevaron a esquiar y a viajar para conocer los Estados Unidos. Un profesor lo invitó a vivir con su familia durante varios meses mientras se adaptaba a la vida de aquí.
Mi padre podría haber optado por transferirse a otra institución, pero cada otoño regresaba a BYU desde Venezuela. Aprendió inglés aquí y luego se tituló. Han pasado casi cuarenta años desde que mi padre era estudiante en BYU, pero recuerda su tiempo aquí con mucho cariño. De hecho, mientras yo crecía en Venezuela, mi padre podía identificar a los misioneros de la Iglesia a un kilómetro de distancia. Aunque no era Santo de los Últimos Días, los buscaba y hablaba con ellos, preguntándoles a menudo si eran estudiantes de BYU.
Estoy agradecida a la comunidad de BYU por ser tan amable con alguien con experiencias de vida tan diferentes a las de la mayoría; por estar dispuestos a escuchar y aprender de alguien con una cultura, un idioma y una religión diferentes; y por hacer lugar en su vida personal para alguien que podría haber parecido un forastero.
Yo también he sido beneficiaria de los esfuerzos de los demás por tender una mano a las personas de diferentes entornos de la vida. Mi niñez la pasé en la ciudad de Maracaibo, Venezuela, y sus alrededores. Mi madre, una ciudadana estadounidense a la que mi padre había conocido aquí en BYU, era miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y me llevaba a la Iglesia con ella los domingos. Sin embargo, durante la semana asistía a una escuela católica para niñas.
Al comienzo de mi primer año en el Colegio Altamira, una de las monjas de mi escuela, desearía recordar su nombre, me tocó el hombro y me preguntó si podía hablar conmigo. Ella me condujo a un pasillo afuera de mi salón de clases, donde nos sentamos en un banco.
Estaba segura de que estaba en grandes problemas. Pero no lo estaba. Esa hermana me dijo que solo quería saber más acerca de cómo oraba. Sabía que yo no era católica y se había dado cuenta de que no recitaba las oraciones que el resto de la clase recitaba todas las mañanas. Le conté cómo mi madre me había enseñado a orar. Esta hermana y yo hablamos de las diferencias y similitudes en nuestros estilos de orar. Me disculpé incómodamente por no saber las oraciones que las otras niñas estaban recitando, y recuerdo vívidamente a esa hermana diciéndome que pensaba que mi manera de orar era hermosa.
Esa experiencia se quedó para siempre conmigo. Una mujer que había dedicado toda su vida a servir a Dios por medio de la Iglesia Católica, y que sirvió como autoridad en su iglesia, se sentó con una niña de otra religión para tener una conversación genuina sobre la oración, no para convertirla ni cambiarla, sino para conectarse con ella como hermanas e hijas del mismo Dios.
Hoy ofrezco estos relatos como ejemplos de comunidades y personas que se esfuerzan por seguir la súplica de Jesús de que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos1.
Lamentablemente, creo que nuestra comprensión del término vecino (es el término usado en inglés refiriéndose al “prójimo”) puede quedar manchada por la realidad moderna de los vecindarios homogéneos y segregados socialmente. Temo que cuando escuchamos la palabra vecino, nos imaginamos personas que viven cerca de nosotros, probablemente en casas o apartamentos que se parecen mucho a los nuestros y con quienes conversamos en el parque del vecindario o en la escalera que conecta nuestros apartamentos. Imaginamos personas que llevan vidas similares a las nuestras, que hablan el mismo idioma que nosotros y que tienen creencias, metas y desafíos similares. Los amamos abstractamente sin conocerlos realmente porque suponemos que los entendemos; después de todo, son muy parecidos a nosotros. Pero ciertamente eso no es lo que Jesús quiso decir cuando nos instruyó: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”2.
Cuando “un intérprete de la ley» le pidió al Salvador que definiese el término prójimo, Jesús respondió diciendo la parábola del buen samaritano3. Como recordarán, un hombre viajaba de Jerusalén a Jericó y fue brutalmente robado y abandonado para que muriese. Un sacerdote y un levita pasaron sin ofrecer ayuda. Sin embargo, un samaritano se detuvo para tratar las heridas del hombre, lo llevó a un lugar seguro para pasar la noche y dejó dinero con el posadero para el cuidado del herido. Jesús instó: “Ve y haz tú lo mismo”4.
La literatura que comenta y analiza esta parábola está repleta de capas de contexto cultural y perspectivas doctrinales. Pero hoy quiero centrarme en tres partes básicas de la historia que me ayudan a amar mejor a mi prójimo.
Un elemento de la parábola del buen samaritano que ha sido significativo para mí es la manera en que el samaritano sirvió al herido: lo rescató físicamente. En Lucas leemos que “acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole sobre su propia montura, le llevó al mesón y cuidó de él”5. El samaritano se quedó la noche en el mesón antes de dejar dinero para el cuidado del hombre herido y prometiendo pagar cualquier gasto adicional que se requiriera. El samaritano hizo espacio en su vida, tanto física como mentalmente, para el hombre herido y se acercó a él. Esto no fue una compasión abstracta. Fue algo concreto. Esto no fue una demostración de amor a distancia. Fue una acción de amor cercana.
El Salvador nos pide que vayamos y hagamos lo mismo.
Amar a nuestro prójimo requiere acercarse a nuestro prójimo y dar de nosotros mismos. El término “love of neighbor” se traduce al español como amor al prójimo, o “amor por aquel que está cerca”. El término prójimo significa una cercanía física y un toque personal que para mí, la palabra “neighbor” (vecino) simplemente no logra captar. Seguimos el ejemplo del buen samaritano no al amar de manera abstracta desde lejos, sino al conectarnos y pasar tiempo unos con otros, al dar de nosotros mismos de manera genuina. Esto no siempre es fácil: acercarse a menudo implica sacrificio e incomodidad. Puede que a veces sea incómodo, tome tiempo y sea agotante emocionalmente. Seguramente el samaritano tenía otros planes durante su jornada, pero se detuvo para amar a alguien que lo necesitaba.
Nunca me he arrepentido de acercarme a alguien para servirle de manera más genuina. Sin embargo, lamento las veces que no lo he hecho. Hace unos años atrás, estaba ejerciendo derecho en una oficina de abogados en Salt Lake City. Cada mañana conducía hasta la estación de tren cerca de mi casa, estacionaba mi auto y tomaba el tren al centro de Salt Lake. Una mañana estaba llegando muy tarde. Estacioné mi auto justo cuando un tren llegaba a la estación, y me apresuré a tomarlo. Normalmente tenía más tiempo para evaluar los vagones y seleccionar el que parecía tener más asientos disponibles. Sin embargo, esta vez me apresuré a subir al vagón más cercano. Para mi sorpresa y deleite, encontré el vagón completamente vacío. Pero tan pronto como me senté, comprendí el por qué.
Un hombre mayor con ropa desgastada y muy sucia estaba sentado encorvado y arrugado en el suelo en el extremo opuesto del vagón. Tenía las uñas largas y dentadas, el cabello estaba sucio y estaba claro por el olor en el vagón que no se había bañado en algún tiempo. Mi corazón se entristeció por él. Parte de mí quería ayudarlo, pero no sabía cómo hacerlo. Me preocupaba avergonzarlo o avergonzarme a mí misma al tratar de ayudar. Me preocupaba llegar tarde al trabajo y ensuciarme la ropa.
Dudé demasiado. Un par de estaciones más adelante, un hombre, vestido como si también tuviera un trabajo en el centro de la ciudad, entró al vagón cerca de donde estaba sentado el anciano. En lugar de dar la vuelta y buscar otro vagón, como muchos otros habían hecho, se inclinó, levantó al hombre hacia él, lo cargó en sus brazos y lo ayudó suavemente a bajar del tren.
No sé qué sucedió después de eso. Pero el rescatador no regresó al tren. Probablemente no haya llegado a su trabajo esa mañana. Probablemente se ensució la ropa. Se acercó físicamente y se entregó a sí mismo. Ojalá hubiera tenido el valor de hacerlo. Pero también estoy agradecida por esa lección. Estoy trabajando para reconocer y aprovechar mejor las oportunidades de amar a mi prójimo.
En el verano de 2016 viajé por primera vez a Dilley, Texas. Probablemente nunca hayan escuchado hablar de Dilley. Es un pueblo pequeño con menos de 4000 residentes a unos 140 kilómetros de la frontera con México. Dilley alberga uno de los mayores centros de detención de inmigrantes del país. Exclusivamente reservado para mujeres y niños, el Centro Residencial Familiar del Sur de Texas, como se le llama, puede albergar a más de 2000 mujeres y niños detrás de sus altas cercas de alambre de púas. La mayoría de las mujeres y los niños que están ahí, han viajado a los Estados Unidos huyendo de la violencia en Centroamérica y con la esperanza de solicitar asilo. Durante varios años, pandillas multinacionales han estado aterrorizando a las comunidades de Honduras, El Salvador y Guatemala. En los meses previos a mi viaje a Dilley, había leído historias en los periódicos sobre violencia sexual, asesinato, secuestro, extorsión y tortura.
Había estado pensando, de manera muy abstracta, en hacer algo para ayudar a esas mujeres y niños detenidos durante más de un año, pero no estaba segura de si estaba capacitada para ayudar, dudaba en viajar tan lejos de mi hogar y mi familia, y estaba nerviosa por la carga emocional de escuchar a las mujeres contar historias de violencia. En muchos sentidos, estaba paralizada como cuando estuve en el tren que iba a Salt Lake. Estoy agradecida a una colega y amiga de la Facultad de Derecho, la profesora Kif Augustine-Adams, quien me instó a dar de mí misma de una manera personal y no abstracta. Hizo arreglos para que pasáramos una semana en Dilley ayudando a las mujeres y los niños de allí a dar los primeros pasos para solicitar asilo en los Estados Unidos.
Esa semana cambió mi vida. En Dilley conocí a mujeres que habían sufrido horrores inefables en sus países de origen y que habían dejado todo lo que conocían para encontrar seguridad para sus familias. Muchas de ellas habían caminado la mayor parte del camino desde Centroamérica hasta los Estados Unidos, a menudo cargando bebés. Mientras estábamos en el centro de detención, mi colega y yo nos reunimos individualmente con mujeres en las salas de visitas. Escuchamos sus historias y las ayudamos a prepararse para contarlas a un oficial de asilo.
Recuerdo haber hablado con una mujer cuyo esposo había sido asesinado por una pandilla. Luchaba entre lágrimas para contar su historia mientras su hijo dormía en sus brazos. En ese momento amé a esa mujer, mi hermana, personalmente. Su cercanía me ayudó a comprender mejor su humanidad y la mía. Y, de repente, no sólo me sentía “bien” por estar a miles de kilómetros de distancia de mi cómoda casa en Provo, pasando un largo y caluroso día de julio en un centro de detención de inmigración; era exactamente donde yo quería estar.
Más tarde, mi colega y yo comenzamos a llevar a los alumnos para que se ofrecieran como voluntarios en Dilley. Luisa Patoni-Rees, una recién graduada de la Facultad de Derecho de BYU que se ofreció como voluntaria en Dilley, describió su experiencia de amar de manera más concreta y personal:
Aprendí que amar requiere sacrificio, inconveniencias y dolor físico y emocional… Aprendí que no amaba a mis prójimos de Dilley hasta que realmente estaba allí, no importa cuánto pensaba y me preocupaba por ellos desde lejos.
Un segundo componente en la historia del buen samaritano que es significativo para mí es la identidad del héroe de la historia: el samaritano. Aunque los samaritanos compartían gran parte de sus antepasados con el pueblo judío, difieren en sus prácticas religiosas. Ambos grupos se miraban unos a otros con desconfianza y hostilidad. La animosidad era tal que los judíos se desviaban de su camino para rodear Samaria en viajes que habrían sido mucho más directos cruzando por Samaria.
Aunque Jesús no identificó al hombre herido en la parábola, sabemos que Jesús estaba contando esta historia en respuesta a una pregunta de un fariseo, un abogado judío. Es probable que ese abogado hubiera imaginado a un judío como el personaje herido, especialmente porque el herido viajaba por el camino de Jerusalén a Jericó. El relato sugiere que el samaritano se detuvo para ayudar a alguien muy diferente de sí mismo. De hecho, el samaritano rescató a alguien que podría no haber hecho lo mismo si los roles se hubieran invertido.
El Salvador nos pide que vayamos y hagamos lo mismo.
Nuestros prójimos no son los que son más semejantes a nosotros; más bien, nuestros prójimos son aquellos que son diferentes a nosotros. Son las personas a las que nuestros círculos sociales han rechazado. Son nuestros hermanos y hermanas que adoran de manera diferente a nosotros, que provienen de diferentes orígenes, que se ven diferentes a nosotros, que toman decisiones diferentes a las nuestras, que tienen sueños y metas que difieren de las nuestras, que no están de acuerdo con nosotros o que nos han menospreciado. Esto, por supuesto, no quiere decir que las personas que son más semejantes a nosotros no son nuestros prójimos. Pero nuestro amor por los demás no puede depender de su similitud con nosotros. Debemos amar a los demás entendiendo que son personas separadas y distintas de nosotros. Las diferencias que nos separan en esta vida nos convierten en prójimos unos de otros y, al igual que hizo el samaritano, debemos tender la mano para amar y servir a los que son diferentes.
Esto puede ser sumamente difícil. Gran parte de nuestra vida está dedicada a rodearnos de personas que son como nosotros. Nos volvemos amigos de personas que comparten intereses comunes. Asistimos a la Iglesia cada semana en parte para unirnos a una comunidad de personas que tienen creencias similares a las nuestras. Incluso seleccionamos cuidadosamente las personas en nuestras redes sociales que piensan como nosotros y bloqueamos o dejamos de seguir a aquellos cuyas opiniones nos molestan u ofenden. Esta es una inclinación humana natural. Queremos sentir que pertenecemos, que se nos respeta, que se nos entiende y que se nos ama por lo que somos.
Pero, ¿cómo sería ser un forastero, no deseado y no invitado? En mi viaje más reciente a Dilley, conocí a una mujer que comprendió a través de sus interacciones con funcionarios de inmigración en la frontera y por lo que había visto en las noticias que era una forastera. Cuando me reuní con ella para prepararla para su entrevista con un oficial de asilo, me dijo que sabía que no era deseada en este país. Ella admitió: “Yo tampoco quiero estar aquí”. Me contó acerca de los amigos y la familia que había dejado atrás; incluso de su madre, que era demasiado mayor para viajar, y de su trabajo como maestra de escuela. Después de escapar de un secuestro y violación por parte de una pandilla en Honduras, había venido a Estados Unidos para vivir con un pariente que vivía aquí. No hablaba inglés y sabía muy poco acerca de los Estados Unidos, pero no tenía a dónde ir. Me conmovió la forma en que las mujeres en el centro de detención se acercaban físicamente para reconfortarse y ayudarse mutuamente, incluso cuando lo único que tenían en común era su condición compartida de forasteras.
Tengan la seguridad de que no tienen que viajar a la frontera para interactuar con personas que son diferentes a ustedes. Hay otros tipos de fronteras que nos dividen en nuestros vecindarios, en nuestras ciudades, en nuestros barrios y aquí en el campus. Tenemos la responsabilidad de hacer lo que los alumnos de BYU y los miembros del cuerpo docente hicieron por mi padre y lo que una monja de mi escuela hizo por mí. Debemos encontrar a nuestros hermanos y hermanas que se sientan marginados y fuera de lugar. No están lejos. Se sientan a nuestro lado en clase, están detrás de nosotros en la fila del supermercado y comparten nuestra mesa en Acción de Gracias.
A veces no logramos ver a nuestros hermanos y hermanas que más necesitan de nuestro apoyo porque no podemos ver más allá de nuestras propias experiencias. Tal vez nuestro error sea suponer que todos los que nos rodean han llegado a las mismas conclusiones y han desarrollado las mismas perspectivas que nosotros tenemos. Debemos estar preparados para aceptar que las experiencias de los demás han sido diferentes de las nuestras y que esas experiencias pueden conducir a conclusiones, opiniones y maneras de vivir diferentes. De lo contrario, corremos el riesgo de seguir marginando y aislando a los mismos prójimos que el Salvador nos ha pedido que amemos. No hay nada más solitario que sentir que nadie realmente te conoce o entiende, y temer que si los demás realmente te ven como eres, tal vez no te acepten.
Me han conmovido e inspirado innumerables ejemplos de estudiantes de BYU aquí mismo en el campus que cruzan las sutiles fronteras que nos separan. Han abierto sus círculos para incluir a alguien con una historia diferente, un contexto diferente o una perspectiva distinta. A lo largo de los años, he visto a mis estudiantes cuidar a los hijos de una compañera de clase que era madre soltera mientras estudiaba; hacer amistad, amar y apoyar a un compañero de clase que era gay; cargar libros y abrir puertas para un compañero de clase con discapacidad; consolar a un estudiante inmigrante indocumentado cuyo estatus y futuro en el país eran inciertos; invitar a su grupo de estudio a un estudiante mayor que había regresado a la escuela después de más de una década en otra carrera; y sentarse amablemente junto a un estudiante cuyos comentarios en clase parecían duros e injustificados.
Un pequeño esfuerzo por conectarse con alguien puede significar la diferencia entre la desesperación y la esperanza para esa persona. Y nosotros, a su vez, podemos encontrar nuestra vida enriquecida por esa conexión.
Esto me lleva a una tercera lección que he aprendido de la parábola del buen samaritano. Creo que es significativo que, en este relato, Jesús escogió a un marginado, un samaritano, como el salvador benevolente en lugar de la víctima. Puede que sea un samaritano, un forastero del que menos esperamos que tenga compasión por nosotros, quién nos rescate. Debemos tender la mano a los que son diferentes, no solo porque nos necesitan, sino porque nosotros los necesitamos a ellos. ¿Somos lo suficientemente humildes como para reconocer que los samaritanos de nuestra vida tienen algo que ofrecernos? ¿Podemos hacer como hizo Jesús cuando eligió pasar por Samaria en su camino a Galilea en lugar de evitar a un grupo de personas que no eran bienvenidas en su hogar? ¿Reconoceremos a la mujer que está en el pozo —una samaritana— y aceptaremos un trago de agua de ella?6.
Una experiencia reciente me ha confirmado esta lección. Hace unas semanas, mi familia y yo visitamos Encircle, un centro de recursos para jóvenes LGBTQ y sus familias aquí en Provo. El centro de recursos se encuentra en una hermosa casa restaurada que se construyó en 1891. Encircle proporciona programas y servicios; incluso asesoramiento, actividades sociales, oportunidades de servicio y más, para la comunidad LGBTQ. Había estado pensando; una vez más, de manera bastante abstracta, por algún tiempo en cuanto a cómo podría ser más útil y apoyar a nuestra comunidad LGBTQ local, pero no estaba segura de lo que podía hacer.
Mi familia estacionó nuestro vehículo afuera de Encircle y entramos por la puerta lateral del edificio azul y blanco. Estaba lista para ofrecerme a Encircle. Tal vez podría ser voluntaria allí, o tal vez podría donar fondos para los programas, o quizás podría ofrecer algún tipo de ayuda legal profesional. Estaba orgullosa de mí misma por finalmente hacer un esfuerzo real por actuar.
Lo que realmente no me había detenido a considerar era que mis hermanos y hermanas en la comunidad LGBTQ podrían tener algo que ofrecerme, que yo podría necesitar de ellos. Tan pronto como mi familia entró por la puerta, fuimos bienvenidos, literalmente, con los brazos abiertos. Mis hijos encontraron otros niños con los que jugar, y nuevos amigos nos ofrecieron comida y nos permitieron entrar en sus vidas. Me impresionó el sentimiento de comunidad y cercanía que sentí allí y cuán rápido se nos había abierto ese nuevo círculo de amigos. Salí de Encircle ese día no como la rescatadora que me había imaginado ser, sino como la rescatada.
También aprendí esta misma lección cuando viajé a Dilley por primera vez. En ese verano de 2016, abordé un avión a Texas con toda la intención de ayudar, incluso a rescatar, a las mujeres y a los niños allí detenidos. Pero no esperaba aprender tanto sobre el espíritu humano, sobre la resiliencia y el valor, por medio de mis interacciones con esas mujeres. Esperaba encontrar espíritus quebrantados y almas desesperadas. Por el contrario, a menudo me encontraba con gracia y con una fe inquebrantable que me inspiró. El curso de mi vida ha cambiado debido a mis interacciones con esas mujeres, y estoy agradecida a ellas por eso.
Los alumnos que se han ofrecido como voluntarios en Dilley han aprendido lecciones similares. Eli Pratt, un ex alumno mío, también recuerda haber aprendido esta lección. Me habló de una mujer que había conocido en Dilley. Esa mujer había sobrellevado la violencia sexual, la violencia de las pandillas y el abandono en cada momento de su vida. No fue sino hasta que los miembros de la pandilla amenazaron a su hijo pequeño que se fue de su país. Eli dijo:
Ella estaba destrozada de muchas maneras. Tenía todos los motivos para darse por vencida. Pero allí estaba, avanzando, haciendo lo mejor que podía por sí misma y por su hijo… Me enseñó que las personas tienen una capacidad extraordinaria para superar los desafíos, más de lo que nos gustaría descubrir.
Lauren Simpson, otra ex alumna, tuvo una experiencia similar. Ella describió su comprensión de que las mujeres de Dilley podrían ser ejemplos para ella:
Allí estaban esas mujeres, a menudo varios años más jóvenes que yo, criando a sus hijos con tanta valentía y gracia en medio del peligro y la violencia. Tenían tanto una fortaleza como un pesar que yo no podía alcanzar. Me sentí humilde al ser testigo de ello, y me hizo darme cuenta de que sus experiencias en la vida les habían dado un conocimiento que yo no poseía. Me hizo sentir como… que había cosas que podían enseñarme por medio de sus ejemplos.
Supongo que no debería haberme sorprendido de que conectarme con los que son diferentes a mí enriquecería mi vida y la moldearía para bien. Después de todo, esta es mi historia de origen. Soy hija de dos culturas diferentes, dos idiomas y dos continentes. Siempre he encontrado buenos samaritanos en cada lado de cada tipo de frontera que he cruzado. Han sido mis prójimos, no como resultado de que nuestros caminos se crucen casualmente, sino como resultado de que hacen un esfuerzo adicional para acercarse a mí. Se han acercado a mí a pesar de las diferencias que nos han separado, han dado de sí mismos para ayudarme y me han permitido ofrecerles una parte de mí misma.
El año pasado, mis dos hermanas menores y yo viajamos a Venezuela para estar con nuestro padre mientras él tenía una cirugía allí. Afortunadamente, su operación salió bien. Nos encontrábamos juntas en un avión que cruzaba el Caribe de camino a Venezuela, tal como lo habíamos hecho incontables veces durante nuestra niñez, pero esta vez no estábamos seguras de lo que podríamos encontrar en Venezuela. No había estado en Venezuela durante diez años. Venezuela se encuentra en medio de un desplome económico que ha resultado en la tasa de inflación más alta del mundo, escasez de alimentos y medicinas, y una emigración masiva fuera del país. Los venezolanos se han establecido en los Estados Unidos, Colombia, Panamá, Chile, España y muchos otros rincones del mundo.
Fue surrealista encontrar el país de mi infancia en un estado de deterioro y decadencia, y pensar en los cientos de miles de venezolanos que no tuvieron más opción que dejarlo todo atrás7. Pensé en mis propios amigos y familiares que están comenzando de nuevo en algún lugar nuevo. Espero que tengan la misma suerte que mi padre cuando llegó a BYU. Espero que encuentren buenos samaritanos dondequiera que terminen y que, a su vez, sean buenos samaritanos en sus nuevos países. Espero que se encuentren con compañeros de viaje en esta vida que entiendan que estamos aquí para amarnos unos a otros.
Aunque a veces se siente complicado en la práctica, el concepto de amar a nuestro prójimo es muy sencillo. Mi hijo comprendía instintivamente ese principio y me lo enseñó cuando solo tenía cinco años. Una noche, mi esposo y yo habíamos abrochado a nuestros dos hijos mayores en los asientos del vehículo para hacer algunas diligencias. Acabábamos de comprar una camioneta. Esta compra fue la última frontera en nuestra aceptación de la paternidad suburbana. Teníamos la esperanza de que nuestra camioneta pusiera cierta distancia entre los dos niños muy ruidosos en la parte trasera y nosotros, dos padres exhaustos. Aquellos de ustedes con hijos comprenderán el deseo de tener un poco de paz y tranquilidad mientras conducen.
Los niños se quejaban de algo que nadie recuerda ahora. En desesperación, mi esposo se volvió hacia atrás y suplicó: “¿Podemos tener por favor algo de paz y tranquilidad? ¿Solo por un momento?”.
Mi hijo Alex, que entonces tenía cinco años, nos miró, muy desconcertado por lo que percibía como una petición severa. Sus ojos se llenaron de lágrimas y exclamó: “¡Pero papá, estamos aquí para amarte!”.
Alex tenía razón. Estamos aquí para amarte. Estamos aquí para amar a nuestros hermanos y hermanas, amigos y extraños por igual. Eso es lo que hizo el buen samaritano, y el Salvador nos pide que vayamos y hagamos lo mismo.
Creo en el mensaje de amor de Cristo y en su poder para transformar vidas. El amor ha transformado la mía y ruego sinceramente que transforme la de ustedes. Digo estas cosas en el nombre de Jesucristo. Amén.
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Notas
D. Carolina Nuñez, decana adjunta y profesora de Derecho en la Facultad de Derecho de BYU, dio este discurso el 18 de septiembre de 2018.